Diáconos Permanentes


“El diácono permanente es en la Iglesia, icono vivo de Cristo siervo, a quien sigue e imita» (CPV. Obispos, Presbíteros y Diáconos al servicio de una Iglesia Comunión”. No. 102). Su «ministerio y su vida» enriquecen la misión de la Iglesia. Por tanto, «es conveniente y útil que, sobre todo en los territorios de misiones, los hombres que en la Iglesia son llamados a un ministerio verdaderamente diaconal, tanto en la vida litúrgica y pastoral, como en las obras sociales y caritativas sean fortalecidos por la imposición de las manos transmitida desde los Apóstoles, y sean más estrechamente unidos al servicio del altar, para que cumplan con mayor eficacia su ministerio por la gracia sacramental del diaconado» (Directorio para el Ministerio y Vida de los Diáconos Permanentes. Congregación para el Clero, 1998) 

Hay dos clases de diáconos en la Iglesia Católica. El diácono transitorio, que se prepara para el sacerdocio, y el diácono permanente, un hombre profundamente espiritual y prudente, que después de años de estudio y formación, ayuda al Párroco y sirve a la Iglesia y su gente.

Los Diáconos permanentes son los representantes de Jesús Cristo que ministran la Iglesia de Dios. Fortalecidos por la gracia sacramental, de servicio al pueblo de Dios, ministran la liturgia y el Evangelio y las obras de caridad. Ellos son los guardianes de los tesoros de la Iglesia, el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo y la gente de su iglesia.El servicio de los diáconos en la Iglesia está documentado desde los tiempos apostólicos. Una tradición consolidada, atestiguada ya por S. Ireneo y que confluye en la liturgia de la ordenación, ha visto el inicio del diaconado en el hecho de la institución de los «siete», de la que hablan los Hechos del los Apostoles (6, 1-6). En el grado inicial de la sagrada jerarquía están, por tanto, los diáconos, cuyo ministerio ha sido siempre tenido en gran honor en le Iglesia.(14) San Pablo los saluda junto a los obispos en el exordio de la Carta a los Filipenses (cf. Fil 1, 1) y en la Primera Carta a Timoteo examina las cualidades y las virtudes con las que deben estar adornados para cumplir dignamente su ministerio (cf. 1 Tim 3, 8-13).

La literatura patrística atestigua desde el principio esta estructura jerárquica y ministerial de la Iglesia, que comprende el diaconado. Para S. Ignacio de Antioquía una Iglesia particular sin obispo, presbítero y diácono era impensable. Él subraya cómo el ministerio del diácono no es sino el «ministerio de Jesucristo, el cual antes de los siglos estaba en el Padre y ha aparecido al final de los tiempos». «No son, en efecto, diáconos para comidas o bebidas, sino ministros de la Iglesia de Dios». La Didascalia Apostolorum y los Padres de los siglos sucesivos, así como también los diversos Concilios y la praxis eclesiástica testimonian la continuidad y el desarrollo de tal dato revelado.

La institución diaconal floreció, en la Iglesia de Occidente, hasta el siglo V; después, por varias razones conoció una lenta decadencia, terminando por permanecer sólo como etapa intermedia para los candidatos a la ordenación sacerdotal.

El Concilio de Trento dispuso que el diaconado permanente fuese restablecido, como era antiguamente, según su propia naturaleza, como función originaria en la Iglesia. Pero tal prescripción no encontró una actuación concreta.

El Concilio Vaticano II determinó que « se podrá restablecer el diaconado en adelante como grado propio y permanente de la Jerarquía… (y) podrá ser conferido a los varones de edad madura, aunque estén casados, y también a jóvenes idóneos, para quienes debe mantenerse firme la ley del celibato», según la constante tradición. Las razones que han determinado esta elección fueron sustancialmente tres: a) el deseo de enriquecer a la Iglesia con las funciones del ministerio diaconal que de otro modo, en muchas regiones, difícilmente hubieran podido ser llevadas a cabo; b) la intención de reforzar con la gracia de la ordenación diaconal a aquellos que ya ejercían de hecho funciones diaconales; c) la preocupación de aportar ministros sagrados a aquellas regiones que sufrían la escasez de clero. Estas razones ponen de manifiesto que la restauración del diaconado permanente no pretendía de ningún modo comprometer el significado, la función y el florecimiento del sacerdocio ministerial que siempre debe ser generosamente promovido por ser insustituible.

Pablo VI, para actuar las indicaciones conciliares, estableció, con la carta apostólica «Sacrum diaconatus ordinem» (18 de junio de 1967), las reglas generales para la restauración del diaconado permanente en la Iglesia latina. El año sucesivo, con la constitución apostólica «Pontificalis romani recognitio» (18 de junio de 1968), aprobó el nuevo rito para conferir las sagradas órdenes del episcopado, del presbiterado y del diaconado, definiendo del mismo modo la materia y la forma de las mismas ordenaciones, y, finalmente, con la carta apostólica «Ad pascendum» (15 de agosto de 1972), precisó las condiciones para la admisión y la ordenación de los candidatos al diaconado. Los elementos esenciales de esta normativa fueron recogidos entre las normas del Código de derecho canónico, promulgado por el papa Juan Pablo II el 25 de enero de 1983.

Siguiendo la legislación universal, muchas Conferencias Episcopales procedieron y todavía proceden, previa aprobación de la Santa Sede, a la restauración del diaconado permanente en sus Naciones y a la redacción de normas complementarias al respecto.

EL DIACONADO PERMANETE
La experiencia plurisecular de la Iglesia ha sugerido la norma, según la cual el orden del presbiterado es conferido sólo a aquel que ha recibido antes el diaconado y lo ha ejercitado oportunamente. El orden del diaconado, sin embargo, no debe ser considerado como un puro y simple grado de acceso al sacerdocio.

Ha sido uno de los frutos del Concilio Ecuménico Vaticano II, querer restituir el diaconado como grado propio y permanente de la jerarquía. En base a motivaciones ligadas a las circunstancias históricas y a las perspectivas pastorales acogidas por los Padres conciliares, en verdad «obraba misteriosamente el Espíritu Santo, protagonista de la vida de la Iglesia, llevando a una nueva actuación del cuadro completo de la jerarquía, tradicionalmente compuesta de obispos, sacerdotes y diáconos. Se promovía de tal forma una revitalización de las comunidades cristianas, más en consonancia con las que surgían de las manos de los Apóstoles y florecían en los primeros siglos, siempre bajo el impulso del Paráclito, como lo atestiguan los Hechos.

El diaconado permanente constituye un importante enriquecimiento para la misión de la Iglesia. Ya que los munera que competen a los diáconos son necesarios para la vida de la Iglesia, es conveniente y útil que, sobre todo en los territorios de misiones, los hombres que en la Iglesia son llamados a un ministerio verdaderamente diaconal, tanto en la vida litúrgica y pastoral, como en las obras sociales y caritativas «sean fortalecidos por la imposición de las manos transmitida desde los Apóstoles, y sean más estrechamente unidos al servicio del altar, para que cumplan con mayor eficacia su ministerio por la gracia sacramental del diaconado».

Introducción, No. 2-3. Directorio para el Ministerio y Vida de los Diáconos Permanentes. Congregación para el Clero, 1998

Contexto histórico actual
La Iglesia convocada por Cristo y guiada por el Espíritu Santo según el designio de Dios Padre, «presente en el mundo y, sin embargo, peregrina» hacia la plenitud del Reino, vive y anuncia el Evangelio en la circunstancias históricas concretas. Tiene, pues, ante sí la Iglesia al mundo, esto es, la entera familia humana con el conjunto universal de las realidades entre las que ésta vive; el mundo, teatro de la historia humana, con sus afanes, fracasos y victorias; el mundo, que los cristianos creen fundado y conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo, crucificado y resucitado, roto el poder del demonio, para que el mundo se transforme según el propósito divino y llegue a su consumacón.

El diácono, miembro y ministro de la Iglesia, debe tener presente, en su vida y en su ministerio, esta realidad; debe conocer la cultura, las aspiraciones y los problemas de su tiempo. De hecho, él está llamado en este contexto a ser signo vivo de Cristo Siervo y al mismo tiempo está llamado a asumir la tarea de la Iglesia de escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la vida futura y sobre la mutua relación de ambas.

Desde los tiempos de los apóstoles surgieron hombres dedicados al servicio del altar:
“... hombres de buena fama, llenos de Espíritu y de sabiduría, y los pondremos al frente de este cargo; mientras que nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra. Pareció bien la propuesta a toda la asamblea y escogieron a Esteban, hombre lleno de fe y de Espíritu Santo, a Felipe a Prócoco, a Nicanor, a Timón, a Pármenas y a Nicolás, prosélito de Antioquía; los presentaron a los apóstoles y, habiendo hecho oración, les impusieron las manos.” ( Hch. 6, 3 – 6).

Si bien los siete no son llamados diáconos la palabra con la que designan este servicio se repite muchas veces. Tal palabra en griego es diakonía de donde derivará la palabra diácono. La imposición de las manos a la que hace referencia el texto bíblico es un gesto de comunión, destinado frecuentemente a transmitir una función eclesial. La función eclesial de alguna manera viene precisada en 1 Tm 3, 8 – 13: “También los diáconos deben ser dignos, sin dobles, no dados a beber mucho vino ni a negocios sucios; que guarden el Misterio de la fe con una conciencia pura. Primero se les someterá aprueba y después, si fuesen irreprensibles, serán diáconos... Los diáconos sean casados una sola vez y gobiernen bien a sus hijos y su propia casa. Porque los que ejercen bien el diaconado alcanzan un puesto honroso y grande entereza en la fe de Cristo.”

La historia de la Iglesia observó la figura de los diáconos como una gran ayuda para que los presbíteros pudieran desarrollar su ministerio. El Concilio Vaticano II ha redescubierto su valor y así ha establecido y sugerido, donde sea oportuno, el establecimiento de diáconos permanentes, es decir, hombres jóvenes o maduros que se dedican al servicio de la Iglesia.

¿Quién puede ser un diácono permanente? Dado que quien se incorpora al diaconado pasa a ser un ministro, es decir, un clérigo, por el hecho de recibir una orden sagrada, las personas que lo reciben por lo menos deben tener una preparación de tres años para recibir las sagradas órdenes. Esta preparación, como lo establece el Derecho Canónico en el canon número 236, deberá ser de tal manera que ayude a los diáconos a cultivar su vida espiritual y ayudarles a cumplir dignamente los oficios propios de ese orden. La forma concreta en que se verificará dicha preparación quedará establecida por cada uno de los obispos en sus diócesis.

Pueden ser diáconos permanentes todos aquellos varones bautizados que han recibido la debida preparación. Si son célibes, deberán permanecer célibes y si son casados permanecerán como tales. Si enviudan, no pueden volverse a casar, salvo una dispensa expresa, ya que como clérigos atentan inválidamente el matrimonio quienes han recibido las órdenes sagradas. (Canon 1087 del Código de Derecho Canónico).

¿Cuáles son los deberes de los diáconos permanentes? Estos deberes han quedado recogidos por la Lumen Gentium y por los cánones757, 835, 910, 943 y 1087 del Derecho Canónico. En un breve resumen podemos anotar los siguientes deberes: administrar solemnemente el bautismo, conservar y distribuir la Eucaristía, ministros de la exposición del santísimo Sacramento y de la bendición eucarística, ministro ordinario de la sagrada comunión, portar el viático a los moribundos, en nombre de la Iglesia asistir y bendecir el matrimonio, leer la Sagrada Escritura a los fieles, instruir y exhortar al pueblo de Dios, presidir el culto y la oración de los fieles, servir en el ministerio de la palabra al pueblo de Dios, celebrar el culto divino, administrar los sacramentales como pueden ser el agua bendita, la bendición de casas, imágenes y objetos y por último presidir el rito fúnebre y la sepultura.

Por lo tanto el diácono no es simplemente una persona de ayuda al párroco o al sacerdote. Comporta todo un servicio al pueblo de Dios. De ahí la preparación espiritual, humana, teológica y filosófica que deba tener previo al ejercicio de su ministerio.


«El diaconado no es una prótesis, o miembro artificial, sino más bien brazo apostólico vivo por cuyas venas corre la sangre de Cristo-Siervo, el Hijo de la sierva del Señor».
 
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